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jueves, abril 18, 2024

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Pablo Iglesias «Lo emocional es lo que domina el comportamiento político en última instancia»

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Pablo Iglesias cerró el pasado año su etapa como investigador en la UOC. El que fuera vicepresidente del Gobierno y líder de Podemos ha analizado las ideas de extrema derecha que circulan por las redes, cómo llegan a los usuarios e impactan en ellos, y definen los discursos políticos. Iglesias argumenta que la mentira se ha instalado como catalizador de determinado activismo político, y resalta que el deseo o el placer desempeñan un importante papel como operadores de la ideología política y generadores de mensajes de odio. Las redes sociales, que en su día fueron acogidas como una herramienta para democratizar la participación ciudadana en el control y difusión de la información, se han convertido en un terreno donde prolifera el odio y las noticias falsas (fake news). ¿Cómo combatirlas? Según el propio Iglesias, el único camino es la educación. Hablamos con Iglesias sobre las conclusiones de su investigación.

¿Qué ha supuesto para usted colaborar con el grupo de investigación CNSC del Internet Interdisciplinary Institute (IN3) de la UOC?

Ha sido una oportunidad profesional fascinante, fructífera y enriquecedora. He conocido una universidad distinta donde he llevado a cabo mi propio proyecto de investigación dentro de un grupo con un gran nivel en el estudio de la implicación de las nuevas tecnologías en la política y la sociología.

En su investigación doctoral se refería a las redes sociales y a internet como «una gran promesa democratizadora», una oportunidad para que la participación ciudadana disputase el protagonismo informativo a los grandes poderes mediáticos. La Primavera Árabe (2012), o en un ámbito más local, el Movimiento 15-M (2011), se apoyaron precisamente en estos nuevos canales para difundir determinados mensajes «a la contra» del sistema. ¿Ofrecían entonces las redes sociales mayores garantías de veracidad y control sobre las mentiras y mensajes de odio que las existentes a día de hoy?

Las redes sociales en aquel entonces eran una hipótesis que algunos investigadores valorábamos con mucho optimismo. En mi tesis doctoral analicé, por ejemplo, la concentración que se produjo en la sede del Partido Popular dos días después de los atentados del 11 de marzo en Madrid. Entre los investigadores que estudiábamos la movilización social y la acción colectiva, se había puesto muy de moda la táctica de swarming, de enjambre. Nos parecía fascinante que a través de un mensaje de SMS (entonces no había WhatsApp, ni Telegram) se produjera lo que llamamos una hot connection, y que se pudiera producir una movilización de enorme importancia política que no dependía de una estructura jerárquica. Yo comparaba aquella concentración con la que se produjo en la Dirección General de Seguridad después de la detención de Santiago Carrillo durante la Transición. Pero en aquel caso fue un partido el que, desde arriba, dio la instrucción a sus células de que se movilizaran por la libertad de su secretario general. Lo que ocurrió el 13-M era otra cosa: se emitía un mensaje bien diseñado y cada persona decidía si daba credibilidad al emisor de ese mensaje y si lo enviaba o no a sus contactos, poniendo su propia credibilidad y su propio prestigio como clave de esa convocatoria.

Eso nos hacía pensar en un futuro en el que las nuevas tecnologías iban a ser capaces de democratizar espacios que hasta ese momento estaban monopolizados por los grandes medios de comunicación o por estructuras como los partidos políticos. El resultado es que, efectivamente, se ha producido hasta cierto punto una democratización, pero al mismo tiempo, se ha convertido en un terreno enormemente tóxico donde se emiten mentiras. Pero ¡ojo! No solo hay fake news en las redes, también las hay en la televisión o en los periódicos, aunque hay que reconocer que redes sociales como Twitter, de la que últimamente se habla mucho por la compra de Elon Musk, se han convertido en una especie de repositorio de odio. Y ese optimismo democrático que teníamos los investigadores hace quince años no se ha correspondido con el devenir histórico.

¿Y cuál es su propuesta para articular mecanismos eficaces de control que eviten expandir este odio y estas noticias falsas?

El único mecanismo viable es la educación mediática; que la gente disponga de la formación cultural, política y mediática suficiente para defenderse de la mentira. Del mismo modo que un investigador preparado distingue entre basura y propaganda y sabe detectar fuentes realmente útiles para la investigación, es necesario crear una sociedad educada para manejarse y relacionarse con los medios de comunicación y de las redes sociales y protegerse de ellos. Por eso en mi trabajo, digamos, más militante, siempre le he dado mucha importancia a entender que los medios de comunicación son un objeto de estudio en sí mismo. Y he podido comprobar que, efectivamente, es un tema de importancia creciente en la comunidad investigadora.

Otra de las conclusiones de su investigación hace referencia a que estos destinatarios y emisores de las mentiras y los discursos auspiciados por la extrema derecha son los cuadros del Estado.

Que no sean simples ciudadanos, sino jueces, militares o policías pone encima de la mesa un elemento muy importante. Hay que tener presente que todos los ciudadanos formamos nuestras opiniones a partir de nuestra socialización mediática, a pesar de que no seamos conscientes. Todos estamos convencidos de ser individuales, libres, con un criterio propio que nos hace ser impermeables a cualquier tipo de manipulación. Cuando comprobamos en una cena de Nochebuena que tenemos una visión de la vida y de las relaciones diferentes a la de nuestro padre o a la de nuestros abuelos, no quiere decir que seamos más o menos inteligentes, sino que hemos tenido una socialización distinta.

Pero que haya figuras con enorme poder que configuran sus opiniones gracias a la presencia masiva de medios de comunicación y de redes sociales que portan mensajes de odio, mensajes contrarios a la democracia, es algo enormemente peligroso.

Su investigación se centró en el análisis del discurso de la ultraderecha en redes sociales, de las que extrajo como conclusión la crisis de prestigio de la democracia; ¿a qué se refiere?

Se está normalizando a la ultraderecha como opción de gobierno perfectamente viable a costa del prestigio de una serie de planteamientos democráticos que dominaron la esfera pública durante muchos años, pero que en este momento están en crisis, y es realmente preocupante. De este análisis en redes se extrae la normalización de discursos que después llegan al poder. Hay un ejemplo que no pude tratar en la investigación por ser muy reciente, pero es la llegada al gobierno de Italia de una formación heredera del fascismo.

En el desarrollo de su trabajo, y desde una perspectiva de teoría política, llama la atención el importante papel que atribuye al deseo como operador de la ideología y, por tanto, generador de los mensajes de odio. ¿Cómo afecta el componente emocional de la construcción de estos discursos?

Al buscar referencias para los marcos teóricos de la investigación me encontré con la estrechez de las referencias teóricas que yo manejaba y que había utilizado en la tesis doctoral. El problema de la ideología ha hecho que buena parte de los teóricos de formación marxista hayan tenido que reconocer que el marxismo es incapaz de dar una respuesta para entender cómo funciona la ideología. Se cuestiona, además, ese planteamiento que se atribuye erróneamente al marxismo de que la ideología es un mecanismo que simplemente sirve para reforzar unas determinadas relaciones materiales, un falso constructo cultural que viene determinado por la posición en el proceso productivo.

La historia demuestra que todo esto es más complicado. Y de repente hay marxistas que tienen que acudir a Lacan, que no era marxista pero que es probablemente el mayor desarrollador del psicoanálisis después de Freud, para entender que el deseo forma parte de los mecanismos de construcción ideológica y que eso es algo que, incluso, conforma la relación hasta cierto punto libidinal que se produce entre los liderazgos políticos y los sujetos de esos discursos, que muchas veces son discursos abiertamente antirracionales. ¿Se puede explicar el éxito de Donald Trump sin entender que hay una relación libidinal y hasta cierto punto «nasty» con buena parte de sus destinatarios? Los trumpistas no necesariamente piensan que Donald Trump diga la verdad; no necesariamente calificarían lo que dice como racional; pero su carácter no políticamente correcto les produce un elemento de placer, algo que el psicoanálisis ha estudiado con mucho detalle.

Tuve que acudir a algunas de esas referencias para entender ese mecanismo ideológico que muchas veces es la confirmación de una intuición perversa. Cuando sale una noticia, por ejemplo, contra un político de izquierdas, en particular si es una mujer, que es una noticia falsa y que tiene que ver con humillar a esa mujer, no es que los destinatarios crean la veracidad de esa noticia, sino que esa noticia confirma su intuición ideológica y les produce placer. Y lo que produce placer tiene más importancia política que el juicio sobre la veracidad de la información. Por mi propia experiencia política he vivido casos muy de cerca; he visto cuáles son los elementos que se han utilizado para atacar a Irene Montero. No tienen nada que ver con una crítica política, sino que tienen que ver con tratar de producir placer a una audiencia que abiertamente la odia. Son cosas que he vivido y me han hecho reflexionar, después, desde una perspectiva académica, sobre que el deseo no solamente fue determinante para explicar los fascismos en los años treinta, sino que sigue siéndolo ahora, junto a las tecnologías actuales, para comprender los nuevos fascismos de nuestro presente.

Sostiene que la guerra cultural de la derecha opera en una lógica de nichos, que propicia un antagonismo radical perfectamente adaptado a la idiosincrasia de las redes sociales. Dado que las redes sociales dependen en última instancia de corporaciones multinacionales, grandes empresarios, etc., ¿es optimista respecto al futuro de un nuevo orden en internet basado en redes sociales de código abierto descentralizadas?

No, no lo soy. Yo creo que todo lo que está en manos de las grandes corporaciones, cuyo interés es abiertamente el lucro, no permite ningún optimismo. Lo que está ocurriendo en Twitter con Musk es muy representativo de lo que puede pasar. La cuestión de los nichos es muy importante porque redefine las condiciones de la política. Hay una película magnífica, Brexit, en la que explican cómo en el referéndum del Brexit en el Reino Unido se utilizó por primera vez la técnica de segmentación de big data que ofrecía Cambridge Analytica.

¿Esto qué quiere decir? Que la campaña electoral no se tuvo que organizar utilizando dos o tres mensajes para toda una audiencia de potenciales electores, sino que, a partir de la información que ofrecen las redes sociales mediante algoritmos, se le pudo mandar a casa a cada ciudadano el mensaje exacto que funcionaba con él, en función de sus preferencias, de los clics que había hecho, por cómo había movido el ratón… Hay mecanismos tecnológicos que permiten controlar a todo un conjunto de ciudadanos. Por ello es difícil ser optimista, y de nuevo, la única vacuna frente a todo esto es la educación mediática.

Ha optado por formatos fuera de los medios de comunicación para comunicar sus ideas. ¿Cree que es la única vía para tener un discurso independiente? ¿No es una forma también de alimentar estos nichos?

Los nichos forman parte de la nueva realidad. En los años ochenta, en cualquier país desarrollado, toda la familia estaba sentada frente al televisor. Esto ha hecho que mi generación tenga una memoria sentimental común que tiene que ver con la televisión. Si yo me encuentro con alguien de mi edad, podemos tener una conversación sobre Barrio Sésamo, sobre el programa que presentaba Julia Otero, sobre los mismos dibujos animados: Heidi, Marco… Incluso podemos recordar los mismos eventos deportivos. Veíamos todos la misma televisión.

Yo estaba sentado en el sofá y cambiar de canal era que tu abuela te dijera: «Hijo, levántate y pon la otra». A día de hoy en una familia hay dispositivos de comunicación audiovisual por cada miembro, es decir, la abuela puede tener un transistor, o ya las redes sociales también, pero desde luego, los jóvenes de esa familia, los adolescentes, van a estar con su propio dispositivo en unas redes sociales, como TikTok, que sus padres ni controlan ni conocen. Probablemente, el padre y la madre utilizan Facebook, pero a sus hijos Facebook les parece una cosa enormemente retro, de gente mayor.

Eso hace que el consumo segmentado sea evidente. Al mismo tiempo, la dimensión de la producción cultural hace que haya una oferta completamente distinta a la que podíamos tener en los años ochenta. Por eso tenemos sociedades cada vez menos unificadas y donde no tenga sentido un planteamiento que era comercial y apolítico, que era el del espectador medio y el del votante medio. Ya no hay ni espectador medio ni votante medio. Ahora hay producción ideológica y cultural que puede llegar a todo tipo de sectores. Es un terreno de combate para todos. ¡Ahí hay que estar! Reconociendo siempre que ya no va a haber, digamos, liderazgos culturales universales.

En su investigación incide en la creciente importancia de la comunicación política incluso por encima de la propia política. ¿Se aleja conscientemente la comunicación política de escenarios que propicien debates reflexivos para buscar los márgenes más polarizados del conflicto ideológico o cultural?

La comunicación política no funciona a partir de la racionalidad. El debate televisivo entre Kennedy y Nixon en 1960 es un vídeo que se suele poner a los estudiantes de comunicación política, un ejercicio que consiste en quitarle el volumen para que los estudiantes simplemente miren a los dos. Y basta con eso para saber quién está ganando el debate. Sin escuchar absolutamente nada. Hay elementos de comunicación no verbal que revelan a Kennedy como un excelente comunicador, frente a un Nixon que no tiene esas características. Y estamos hablando de un ejemplo de hace muchísimas décadas. La clave de la comunicación política es emocional. Eso quiere decir que los principios de la ilustración fundamentados en la racionalidad chocan con algo que los grandes comunicadores en la televisión del entretenimiento han comprendido hace muchísimo tiempo.

Lo emocional es lo que domina el comportamiento político en última instancia. Hubo un tiempo en el que la izquierda pensaba que la gente votaba por sus intereses económicos. Es de una ingenuidad sonrojante. La gente vota en función de un sentimiento. La pelea en una campaña electoral es definir el tema y, a partir de ese tema, ver cuál es el sentimiento de cada sector con respecto a él. ¿Cuál ha sido la clave del crecimiento de la ultraderecha en España? Un sentimiento de rechazo hacia el independentismo catalán, puramente sentimental. En España la ultraderecha no procede de un sentimiento de miedo hacia los migrantes, como en otros países europeos. Aquí la clave es el anticatalanismo y el antiindependentismo, sentimientos que operan en clave irracional. La gente se pregunta: ¿cómo puede ser que en la Comunidad de Madrid se vote a una señora que está hablando todo el tiempo de Cataluña, teniendo en cuenta la situación de su sanidad y su educación? Pues porque la política funciona así.

Twitter era su red favorita. ¿Lo sigue siendo?

Le confesaré algo. Cuando se empezó a especular sobre la desaparición de Twitter pensé «qué feliz sería yo si Twitter no existiera». El problema es que yo, por mi trabajo, no me puedo permitir no utilizar Twitter. Alguien que escribe artículos en prensa, que tiene apariciones en medios de comunicación o que hace un pódcast no puede prescindir de una red social que, sin embargo, es muy desagradable y muy tóxica. Y, a pesar de ello, no sería bueno que desapareciera, porque el problema no es solamente Twitter. En Twitter hay basura, mentiras y fake news, sí; pero en la televisión también.

Una de las críticas que recibe en esta red es su bloqueo a ciertos usuarios. ¿Por qué lo hace? ¿No alimenta esto la lógica de nichos de la que hablábamos?

Por salud mental. No solamente bloqueo al que me insulta, bloqueo al que me produce una sensación emocional desagradable. Si fuera político, seguramente no lo podría hacer, pero como no lo soy, tengo derecho a aplicarme el refrán: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Creo que tengo derecho a no ver a la gente que me resulta desagradable, y mi manera de no hacerlo en las redes sociales es bloquearla. ¡Que nadie se lo tome a mal! Es verdad que meto en el mismo saco a quien me insulta y a quien simplemente me dice algo que me molesta. Pero, por suerte, ya no soy una figura política, puedo hacerlo, y además, uno tiene derecho a debatir con quién le apetezca. Un político, no; un político tiene que debatir con quien le toque. Yo no tengo por qué debatir con cualquiera. Cuando veo a mis antiguos compañeros en las sesiones de control al Gobierno en el Congreso, teniendo que debatir con los ultras de Vox, me digo: «¡Qué suerte tengo, que no tengo nada que debatir con ellos y les puedo, democráticamente, bloquear!». Y les invito además a que me bloqueen a mí. Hay mucha gente que me dice en Twitter: «¡No me interesa tu vida!». ¡Bloquéame! ¡No me sigas! Yo no tengo la más mínima intención de que tengas que aguantarme.

Por último, además de esta faceta de espectador, analista y narrador activo de lo que acontece en el panorama político, ¿cree que en un futuro pueda plantearse otro rol que implique mayor compromiso personal en la transformación social?

Si me preguntan si alguna vez volveré a ejercer la política institucional, la respuesta es no. Esa fase ya pasó, tengo tres hijos y no querría volver a exponerles al nivel de violencia y de agresividad que implicó que yo estuviera haciendo política de partido y política institucional. Pero sigo haciendo política, sigo comprometido de alguna manera en un ámbito distinto, el de la comunicación. Pero al otro sitio del que vengo, ya no volvería.

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